Que miedo me daba el solo hecho
de pensar que en unas horas más iba a caer nuevamente la noche y yo seguía allí,
perdido en la profundidad de aquel enorme y majestuoso valle andino. Sus
montañas imponentes cubiertas por un cielo eternamente azulado, sus verdosas
faldas siempre rebosantes de flores de mil colores y frutos enormes, las aves
que lo habitan vuelan felices y su trinar se conjuga en contrapunto con el
canto rodado arrastrado por la corriente del gran río Mantaro.
Había caminado aproximadamente
desde las cinco de la mañana que fue la hora en que salí de la cabaña de aquel
campesino llamado Wilmer, buena gente el cholo carajo, ni me conocía y me
hospedó en su humilde pero acogedora casa. Lo conocí en la plaza principal de
la ciudad, yo salía del mercado central, allí comí una patasca que es una sopa
típica de la región, siempre se come bien en el mercado, comida fresca. Me senté
a leer el periódico en una de las bancas de la plaza, de pronto se sentó a mi
lado un tipo. Me saludo, le devolví el saludo. Le conté que recién había
llegado a la ciudad, era mi primera vez en Huancayo. Wilmer era un hombre que
vivía solo. Era de estatura baja, vestía un traje típico de la zona, un poncho bastante
raído y descolorido; su pantalón de yute estaba carcomido por el uso y mostraba
varios agujeros, un par de ojotas de cuero las cuales ya estaban todas
cuarteadas por el paso del tiempo y seguramente los tantos caminos recorridos.
Su piel era oscura, piel quemada por tal vez haber andado tanto entre aguas y
senderos de tierra y piedras, o tal vez por pasar tantas horas trabajando en la
cosecha a pleno sol. Su nariz era ancha y sus ojos se expresaban tristes, quien
sabe por haber sufrido cuántas cosas a lo largo de su vida, pues todas las
personas sufrimos en diversos momentos de nuestra existencia, algunos más que
otros. Sus orejas eran de distintos tamaños y formas, la de su lado derecho la
tenía un poco más larga y era media achatada. Dicen que su papá siempre lo
jalaba de esa oreja cada vez que hacia una travesura y al parecer Wilmer había
hecho muchísimas. Cuando sonreía lo hacía de manera escandalosa, a tal punto
que dejaba ver no solo sus dientes sino las encías completas. Sus dientes eran
de color marrón oscuro por haber fumado muchos cigarrillos. Me contó que hasta
no hace mucho se fumaba casi tres cajetillas diarias. Otros dientes tenían un
tono medio verdoso por chactar tanta coca; me dijo que si no lo hacía no podría
soportar el arduo trabajo diario en el campo. Sus manos se veían muy maltratadas,
las uñas descuidadas y sus labios resecos a los cuales difícilmente les podía exigir
una amplia sonrisa de oreja a oreja. Wilmer tenía una voz grave e intrigante,
hablaba el español con el típico acento de un quechua hablante. Desprendía un
tufo insoportable, así que no me acercaba mucho a él mientras me hablaba. La
casa que habitaba era pequeña de aproximadamente unos veinte metros cuadrados,
tenía un par de sillas viejas y una mesa antigua cansada por el tiempo. La
cocina estaba ubicada en una esquina, una olla de barro, una cuchara de palo y
un cuchillo viejo eran los solitarios utensilios. La cama estaba hundida en el
centro, sobre el sofá tenía un par de libros con las paginas amarillentas y
gastadas.
Gabriel era un joven de unos
25 años de edad. Vivía en la gran ciudad de la costa, era de estatura alta, media
aproximadamente un metro ochenta más o menos, de contextura atlética, había
hecho ejercicio desde niño. Su piel color canela, el cabello medio ondulado y de
color negro. Le gustaba mucho leer todo tipo de literatura, escuchar música
desde la renacentista hasta la electrónica, cuentos y poemas de exquisita
factura. Era además un viajero empedernido, había recorrido varios países y
gran parte del Perú, y precisamente esta curiosidad por conocer nuevos lugares
es lo que lo llevó a la ciudad de Huancayo donde tenía planeado, entre otras
cosas, visitar la gran biblioteca del convento de Ocopa, los famosos criaderos
de truchas y la laguna de Paca. También estaba enterado de que en esa zona se
practicaba el ayahuasca, algo por lo que hacía mucho tiempo sentía gran
curiosidad. Gabriel nunca había tenido suerte en el amor, pero decía que ello
no era motivo para no sentirse siempre feliz y disfrutar de la vida plenamente
cada día.
Allí en la casa de Wilmer
pasé una noche realmente diferente a las que yo estaba acostumbrado en mi fría
casa limeña. El me brindó alimentos y me invitó un poco de aguardiente típico
de aquel lugar, el calientito le decían. Luego continuó conversando sobre las
costumbres de la gente de la zona de la sierra central, las cuales yo escuchaba
con profunda atención. Me narró la leyenda del río Mantaro, aquella que cuenta
la historia de una princesa incaica, quien había sufrido una gran decepción
amorosa; dicen que una tarde la princesa se encaminó hacia las alturas de las Pampas
de Junín para intentar olvidar las profundas penas de aquel gran amor. Pasaron
días, semanas, meses, y dicen que la princesa no podía dejar de llorar, le
brotaron copiosas lágrimas que poco a poco fueron convirtiéndose en un gran
lago por deseo del gran Dios Wiracocha. Cuando aquel gran lago llego a su tope,
de él empezaron a rebalsar abundantes riachuelos del color de la plata, que
fueron cuesta abajo a través de la cordillera de los andes.
Paralelamente a estos hechos
Wiracocha notó que el pueblo estaba muy triste porque sus tierras estaban secas
y sedientas de agua, por lo que decidió unir aquellos riachuelos de lágrimas
para de esa manera formar un enorme río, que regara todos los campos y así el
valle del Mantaro se viera siempre floreciente y hermoso. La princesa al
enterarse de este hecho ejecutado por el dios Wiracocha, dejó de estar triste y
su pena amorosa finalmente fue curada. Todos los animales que habitaban el
valle se pusieron felices, los peces retozaban y brincaban al aire desde las
aguas; todos estaban contentos por la abundancia de alimentos que generaba este
gran cambio en el valle del Mantaro. Los lugareños no cabían en su felicidad,
se sentían muy emocionados por la abundancia de agua que el dios les había
obsequiado. Fue así que ellos pudieron iniciar la siembra de distintos frutos
como el maíz, la papa, las habas por mencionar solo algunos. Nunca más pasaron
hambre y sus tierras siempre se mantuvieron fértiles. La princesa descendió de
las alturas del valle y empezó a tejer una gran alfombra verde con las ramas de
los árboles que allí habían crecido. Pero de pronto empezó a escucharse un
rumor; si el río se molestaba arrasaría con todo a su paso y no habría nada que
pudiera detener su furia. Para evitar que el rio se molestara todos debían de
compartir siempre sus frutos y riquezas sin egoísmo alguno.
Al día siguiente partió a
hacer las visitas que tenía programadas, alquiló un auto y se dirigió al
convento de Santa Rosa de Ocopa. Este había sido construido por los
franciscanos para servir como sede de un colegio de misioneros, fundado en 1725
por Fray Francisco de San José. Lo llamaron así por encontrarse situado cerca de
una capilla dedicada a la santa limeña. Su propósito era establecer una escuela
de misioneros que sirviera de punto de partida fundamental en la evangelización
católica para llevarla a los lugares más remotos de la selva peruana. El
libertador Simón Bolívar decidió cerrar el convento para que este fuera usado
como colegio para los hijos de los habitantes de Jauja, pero este proyecto no
prosperó y doce años más tarde el presidente de turno decidió reabrirlo para
que continúe siendo escuela de misioneros. Actualmente solo funciona como museo
albergando dentro de sí una magnifica biblioteca así como una nutrida
pinacoteca. Este convento es un auténtico relicario del Perú como lo llamo José
de la Riva Agüero y Osma.
Luego me dirigí a conocer el
centro piscícola El Ingenio. En este lugar se encuentra el principal criadero
de truchas de la región donde se puede observar el ciclo biológico de las
truchas que allí se crían. Este criadero cuenta con ciento cinco pozas para la
crianza de este pez. Allí decidí quedarme a almorzar un riquísimo plato
elaborado en base a este pescado. Después me dirigí hacia la laguna de Paca que
se encuentra situada más cerca de la ciudad de Jauja, dicen que no es laguna
sino lago por su extensión. En sus totorales viven una gran variedad de aves silvestres
y es uno de los lugares más visitados en el valle del Mantaro. También dicen
que en el fondo de la laguna hay un túnel que conecta este con la laguna de
Ñahuipuquio. Sobre esta laguna de aguas mansas se cuentan algunas leyendas como
aquella que dice que en el fondo yacen algunas llamas cargadas de oro y plata
las cuales fueron arrojadas allí por los súbditos del Inca al enterarse que Atahualpa
había sido asesinado. Me provocaba quedarme a pernoctar en algún hotel frente a
la laguna, pero por mi cabeza no dejaba de rondar el recuerdo de la leyenda que
me había contado Wilmer la noche anterior. Después de haber escuchado esa hermosa historia esperé
con ansias el siguiente amanecer para salir en la búsqueda de aquel lugar donde
la princesa había llorado tanto tiempo dando de esa manera origen a la
formación del río Mantaro. Wilmer me había prevenido diciéndome que todo aquel
que se había aventurado alimentado por las ansias de encontrar aquel lugar,
nunca más había regresado, pero a pesar de la advertencia decidí aventurarme y
enrumbarme en su búsqueda.
Para ello me había preparado llevando conmigo algunos
alimentos como panes, galletas, mermelada, frutas, verduras, algo de carne y una
buena ración de agua. Con la llegada del alba salí raudamente de la cabaña de
Wilmer y me encaminé inmediatamente por una de las orilla del río. A pesar de
mi ansiedad por llegar pronto a mi destino, debía mantener un paso tranquilo
porque de lo contrario podría cansarme con rapidez y eso no era lo más
inteligente, tenía que dosificar mis energías, pues desconocía la distancia que
debía de recorrer en mi periplo hacia la laguna. Poco a poco me fui alejando
del pueblo hasta llegar a perderlo de vista, ahora solo podía escuchar el
sonido del río y los silbidos de las ramas de los árboles que crecían a sus orillas.
Me sentía maravillado con los paisajes que iba descubriendo a mi paso y los
animales silvestres que me observaban con cierta extrañeza. Después de haber
caminado un largo trecho decidí detenerme a darme un baño en aquel amistoso río.
Luego seguí mi camino sin saber realmente a donde me dirigía. La distancia
hasta el origen del río era para mí totalmente desconocida; pues a pesar de
haber tratado de averiguarlo nadie me dio razón sobre eso. Así continué
devorando el camino que yo mismo iba creando.
A eso de las dos de la tarde volví a detenerme para comer
algo y reponer fuerzas. Poco a poco iba sintiendo el agotamiento de mi cuerpo,
pero el deseo de llegar a conocer el origen del río Mantaro, la ilusión de
aquella hermosa leyenda, me hacía sacar fuerzas para continuar caminando a su
encuentro. Después de haber andado muchas horas y sin haber llegado al lugar, empecé
a sentir un poco de miedo. Me encontraba en el medio de la nada completamente
solo. No sabía si regresar o pasar allí la noche y continuar al día siguiente
con mi travesía. La advertencia que me había hecho Wilmer no dejaba de dar
vueltas por mi cabeza. Habían transcurrido muchas horas y varios kilómetros
desde que inicié la caminata. Encendí fuego y cociné algunos alimentos. Después
de pensar un buen rato finalmente tomé la decisión de quedarme a pernoctar allí
en un claro al lado del río. El sonido producido por el correr de las aguas de
aquel río y el de los animales nocturnos me arrulló lentamente hasta quedarme
profundamente dormido. Mientras transcurría la noche tuve un sueño, había
estado pensando tanto en la leyenda que me contó Wilmer que empecé a soñar con una
princesa incaica a quien su padre arreglo un casamiento. Ella quería casarse
con un hombre al cual realmente amara, pero ese hombre aún no había llegado a
su vida. La princesa decía que lo esperaría el tiempo que fuese necesario.
A la mañana siguiente retomé mi rumbo desconocido, seguí
caminando todo el día, el río se dividió en riachuelos cada vez más pequeños. Mi
corazón empezó a acelerarse. Poco a poco me iba acercando a mi destino, cada
vez faltaba menos para poder descubrir el lago que daba origen al río, el lago
que se había formado con las lágrimas de la princesa. Empecé a caminar más
rápido, mi ansiedad era cada vez mayor. La leyenda seguía dando vueltas por mi
cabeza. Los riachuelos no tenían cuando terminar, parecían infinitos carajo, el
camino además poco a poco se tornaba más empinado y eso hacía que mi paso fuera
más lento. Finalmente al llegar la tarde por fin divisé aquel lago que tenía
que ser el de la leyenda de la princesa. Corrí como un loco hasta llegar a la
orilla, allí me detuve y contemplé la majestuosidad de aquel paisaje. El agua
tenía un color especial, un color que nunca había visto. Agotado por el gran esfuerzo
que me había costado el último tramo me quedé dormido un buen rato. Cuando
desperté ya estaba anocheciendo. Después de comer algunas cosillas de las que
había llevado en mi mochila, me instalé cerca de la orilla del lago, encendí un
pequeño fuego y me coloqué en posición de meditación. La luna se asomó plena de
luz y brillo singular. Pasó un buen rato, tal vez algunas horas y mientras observaba
el lago de pronto apareció ante mí la imagen de la princesa llorando reflejada
sobre la superficie del agua que encontraba en estado de calma e iluminada por
la luz de la luna. Quedé estupefacto ante aquella aparición, no podía creer lo
que estaba sucediendo en aquel momento frente a mí; su rostro era hermoso, tenía
unas facciones dulces, daba la impresión que me estaba mirando, de sus ojos
empezaron a brotar lágrimas, tal como me lo había relatado Wilmer. Luego de
unos minutos la imagen desapareció pero quedó grabada en mi mente. No pude
dormir toda la noche pensando en lo que había sucedido. Me quedé esperando para
ver si aparecía nuevamente pero fue en vano. Las lágrimas que brotaban de los
ojos de la princesa eran realmente del color de la plata. La sorpresa que me
llevé al tratar de tomar algunas fotografías de aquel momento, mi cámara
fotográfica dejó de funcionar. Luego de haber presenciado esa aparición se
escuchó una voz que me dijo, usted se ha atrevido a venir hasta este lugar a
pesar de las advertencias que recibió. Si le llega a contar a alguien lo que ha
visto, usted se convertirá en parte de este lago y la amenaza de la leyenda se
hará realidad. En este lago habita una princesa inca y no se le debe de
molestar bajo ningún motivo. Si ella ha deseado aparecer frente a usted debe de
ser por alguna razón contundente, pero no trate de investigarla, haga caso de
mis advertencias y nada le sucederá. Luego todo quedo nuevamente en silencio. Sorprendido
por aquella revelación espere la primera luz, giré e inmediatamente empecé a caminar
de regreso al pueblo a toda prisa. Seguí caminando sin atreverme a mirar hacia atrás,
nada sería capaz de detenerme hasta llegar al pueblo. Caminé todo el día y toda
la noche hasta que a la mañana siguiente divise el pueblo y empecé a sentir
cierto alivio. Al llegar fui a la búsqueda de Wilmer para relatarle todo lo
acontecido. Pero fue grande la sorpresa que me llevé al llegar a la casa de
Wilmer y encontrarme con otras personas habitando ese lugar. Pregunté por
Wilmer pero me contestaron diciéndome que no conocían a nadie con ese nombre,
ante lo cual insistí relatando todo lo que allí había pasado incluso la leyenda
de la princesa. Lo que no pude contarles es lo que me había sucedido en aquel
lago a pesar que ganas no me faltaban. Sin embargo los habitantes de aquella
casa me dijeron que nunca había vivido allí alguien con ese nombre. Que ellos vivían
ahí hacía muchos años y nunca había existido ese tal Wilmer que yo mencionaba. Este
hecho me sorprendió aún más, me retiré de allí y busqué un lugar cerca al río
para poder sentarme a pensar en todo lo que me había pasado en menos de una
semana. Luego de un buen rato decidí tomar el bus que me llevara de regreso a
la ciudad de Lima.
Ya nuevamente instalado en mi vivienda traté de
continuar con mi vida normal. Yo era profesor de historia en una universidad de
la capital, pero a pesar de mis múltiples ocupaciones nunca dejé de pensar en
aquel acontecimiento que había vivido en el valle del Mantaro. La imagen del
rostro de aquella princesa aparecida en la superficie de aquel lago había quedado
claramente grabada en mi memoria, no pasaba un día sin que se me apareciera en
la mente aquella bella princesa que me hubiera encantado conocer. Me preguntaba
cómo habría sido aquella mujer especial, una princesa inca debía de haber sido
criada con principios nobles, debía de haber recibido una educación especial. Todo
ello daba vueltas por mi cabeza infinidad de veces. El sueño que había tenido
aquella noche en la orilla del lago también se sumaba a esos recuerdos.
El tiempo transcurrió y yo no podía escapar de aquellos
recuerdos. Cierto día decidí regresar al valle del Mantaro con la idea de
volver a visitar la laguna con la esperanza de volver a ver la imagen de la
princesa inca en aquel lugar. Pedí permiso en el trabajo para ausentarme por
unos días aduciendo que haría un trabajo de investigación en la zona del valle
del Mantaro. Me concedieron el permiso y a la mañana siguiente me enrumbé hacia
la ciudad de Huancayo para luego dirigirme al lago siguiendo el mismo camino de
la primera vez que allí estuve. Después de varias horas y cansado por la larga
caminata sentí deseos de echarme en una gran roca a descansar. El sol bañaba mi
rostro, cerré los ojos acompañado por el arrullar del gran río. Ahora todo daba
vueltas en mi cabeza con mayor intensidad. Mi ansiedad por llegar iba en
aumento, de pronto sentí la presencia de alguien cerca de mí y al abrir los
ojos me sorprendí; me observaba una mujer parada a mi lado, el brillo del sol
no me permitía divisar su rostro silencioso. Me puse de pie para ver el rostro
de aquella misteriosa mujer. Tenía un enorme parecido con aquella princesa inca
que se me había aparecido en la laguna.
-Hola, le dije, ¿quién eres y que haces por acá?
-Me respondió que ella vivía en el valle y que me
había estado esperando por largo tiempo.
Con voz temblorosa le pedí que me acompañe en mi
caminata para seguir conversando. Ella aceptó gustosamente. Le conté todo lo
que me había sucedido en el viaje anterior, de lo que había pasado con el cholo
Wilmer, que me había relatado la leyenda de la princesa incaica, de la formación
del río Mantaro, de cómo había llegado hasta el lago, del sueño que tuve y nada
más porque en ese momento recordé las advertencias de aquella voz que me dijo
que no podía contar lo de la aparición de la princesa en el lago. Me extrañó
que no se sorprendiera. Me dijo que ella ya sabía todo lo que me había pasado, no
me dio mayor explicación solo me volvió a repetir que sentía que me había
estado esperando desde hacía mucho tiempo y que esa espera había llegado a su
fin. Ambos seguimos caminando por la orilla del rio con dirección al lago para
luego perdernos en el horizonte.
Gabriel y la princesa
nunca más retornaron de aquella caminata. Muchos lo buscaron sin éxito, lo
dieron por desaparecido. Nunca más se les volvió a ver. Nunca más se volvió a
saber de ellos. Dice una nueva leyenda que ambos se sumergieron en la laguna
para nunca más salir de ella. Cuentan que Gabriel era la reencarnación del
príncipe inca por el cual la princesa había llorado tantos años, pero que ahora
estaban juntos asegurando de esa manera la presencia del amor en todo el gran
valle del Mantaro.